Y de repente el día había llegado. Hacía dos meses que sabía que me iba al círculo polar ártico, pero el despertador sonó aquella madrugada de viernes, y yo aún no me lo creía. Llegamos al aeropuerto, arropados por nuestras familias, que desde el principio nos apoyaron cuando se nos ocurrió llevar a cabo esa fantasía. Íbamos a contemplar las luces del norte; al menos esa era la idea.
Resultó ser un viaje cargado de obstáculos desde antes siquiera de embarcar en el primer vuelo. Mientras facturábamos el equipaje hacia Hamburgo, nuestra primera parada, nos golpeó el primer y más duro golpe del viaje. Mi buen amigo Antonio, tenía el DNI caducado y no tenía pasaporte. Aquello solo podía resolverse de una forma: él no iba a poder moverse de Alicante. Al principio me costaba creerlo, pero cuando me di cuenta de que solo íbamos a salir cuatro personas de allí, sentí una fuerte angustia.
Embarcamos en aquel primer avión cuatro de los cinco compañeros que éramos. Llegamos a Hamburgo, y al poco tiempo volvimos a embarcar en otro vuelo rumbo a Oslo. No teníamos ninguna noticia de Antonio. Y como si de una película se tratara, este apareció desde la lejanía, en la terminal dónde esperábamos al último vuelo. Fue algo así como una descarga de electricidad cuando uno a uno, nos fundimos en un enérgico abrazo con él. Había podido renovar su DNI a tiempo y había encontrado un nuevo vuelo que lo llevara a nuestra última parada, Tromso, una ciudad de cincuenta y cinco mil habitantes al norte de Noruega. Aunque el reencuentro duró poco, ya que media hora después teníamos que embarcar en un vuelo diferente.
Aterrizamos en un pequeño aeropuerto de aspecto inhóspito, y fuimos hacia la cinta de recogida del equipaje. Ahora recogeríamos nuestras maletas e intentaríamos llegar a nuestra cabaña en el camping de la ciudad. Pero la fortuna aún no nos sonreía, ya que después de esperar unos minutos, nuestro equipaje no había aparecido en la cinta y los cuatro nos habíamos quedado solos, esperando unas maletas que ya sabíamos que no aparecerían. Después de reclamarlas, descubrimos que estaban en Oslo, y que debíamos haberlas recogido allí. Con el dinero contado, y con las maletas cargadas de toda nuestra comida, íbamos a tener problemas si no podíamos conseguirlas en poco tiempo. Esperamos derrotados en aquel aeropuerto a que llegara el vuelo de Antonio. Por las ventanas solo se veían grades montañas de nieve, y oscuridad. A pesar de tener la misma latitud que Alaska o Siberia, en Tromso se disfrutaba de unos agradables cinco grados bajo cero, una temperatura muy suave si teníamos en cuenta dónde nos encontrábamos; pero que para unos chavales que habían crecido bajo el amparo del calor levantino, era un duro reto.
Por fin volvíamos a estar todos juntos. No teníamos equipaje, pero habíamos llegado de una pieza a nuestro destino, y eso ya era bastante. Después de recorrer toda la isla de Tromso por error, el autobús nos dejó en el margen de una carretera helada dónde una carretera secundaria serpenteaba hacia la oscuridad, y al final de la cual el conductor del autobús aseguraba que se encontraba nuestro alojamiento. Comenzamos a andar por aquella carretera agotados de todo el día sin dormir. Después de varios resbalones, Bartual comprobó en sus propias carnes lo frío que estaba el hielo aquella noche, y por si fuera poco, el cielo estaba completamente nublado, y las previsiones no eran buenas. Sí seguía el cielo así hasta el domingo, no conseguiríamos ver las auroras boreales. Parecía que nuestra suerte no paraba de empeorar. Pero cuando apenas faltaban unos cientos de metros para llegar al camping, escuchamos un grito. Era Guillermo, que se había quedado atrás. “Mirad el cielo” decía. Y cuando llevamos la vista arriba, vimos un pequeño claro en medio de todas las nubes, como una pequeña ventana en el cielo, y en él, una franja color perla, muy sutil. No estábamos seguros de si eso era una aurora, pero de repente, la franja cobró intensidad y comenzó a brillar con una fuerte luz color esmeralda, y a oscilar como una serpiente en el cielo. Ahí estaba. Después de un fatídico día, había aparecido frente a nosotros como por arte de magia. Gritamos, saltamos, nos abrazamos… El Ártico nos estaba dando la bienvenida a sus dominios, y, a partir de aquel momento, todo fue a mejor.
Cuando la aurora desapareció andamos rápidamente hacia el camping, muertos de frío. Aquella cabaña de apenas cincuenta metros cuadrados nos pareció un verdadero palacio. Cálido, acogedor… y con un sofá y una televisión por cable; cocina y baño completo. No podíamos pedir más. Aquella noche comimos de lo que nos había sobrado del viaje y nos acostamos temprano, con el deseo de tener nuestras maletas al día siguiente.
Amaneció en Tromso. Una débil luz bañaba el lugar a través de las nubes que aún cubrían el cielo, revelando una bella estampa. La ciudad de Tromso descansa en su mayor parte sobre una pequeña isla en el interior de un fiordo, todo rodeado a su vez de anchas montañas cubiertas de nieve y árboles sin hoja. Era precioso; ese enclave y la aurora de la noche anterior, habían hecho que todo lo pasado mereciera la pena. Y lo mejor de toda la mañana, el teléfono sonó anunciándonos que ya podíamos recoger nuestro equipaje en el aeropuerto. Ahora ya sí que nada podría hacernos sombra. Cruzamos el puente que conectaba el fiordo con la isla y fuimos a visitar el centro de la ciudad.
Las simples construcciones de madera de colores que se levantaban al más puro estilo inuit, alrededor del puerto principal, le conferían a la ciudad su bello estilo ártico, y te hacían caer en la cuenta de que estábamos realmente en uno de los puntos más al norte de nuestro planeta. En esta época del año, el sol apenas se levanta en el horizonte, y volve a caer poco tiempo después de su salida. Sobre las cuatro de la tarde, después de disfrutar de unas hamburguesas en el Burguer King más al norte del mundo, y cuando el sol ya había desaparecido detrás de las montañas, fuimos a recuperar nuestro equipaje y regresamos a nuestra acogedora casa de madera. Ya teníamos comida, por lo que aquella noche nos dimos un verdadero atracón de pasta al pesto y bonito del norte, que disfrutamos como el mejor de los banquetes.
El domingo también amaneció nublado. A estas alturas ya estábamos algo desanimados, y empezábamos a mentalizarnos de que aquel fino girón verde de la primera noche sería todo lo que íbamos a ver en aquel viaje, y a decir verdad, estábamos satisfechos. Que equivocados estábamos. Aquel día andamos bajo una verdadera nevada que nos obligó a refugiarnos en una cafetería local con un curioso nombre español: Perez. Cruzamos toda la isla hasta el extremo sur donde contemplamos maravillados la costa, completamente cubierta de nieve virgen, que casi nos cuesta los dedos de pies y manos.
Aquella tarde el sol cayó pronto, quizás antes que el día anterior, y no pudimos resistir la tentación de comer unos nachos y unas alitas de pollo en una famosa taberna irlandesa de la ciudad. Acompañados de una buena pinta de cerveza noruega, disfrutando (hasta en el baño), de un intenso partido de futbol de la liga inglesa, entrabamos de nuevo en calor, ajenos a lo que estaba por llegar.
Aquella noche, de vuelta en el camping, estábamos preparando la cena, cuando nos percatamos de que el cielo estaba completamente despejado. Era como un milagro. Ya solo faltaba que el sol nos mandara una buena llamarada aquella noche y tendríamos el espectáculo garantizado. De nuevo fue Guillermo quien nos avisó. Yo salí sin ponerme los pantalones siquiera y comprobamos que, de nuevo, el cielo estaba cruzado por aquellos sutiles girones perlados que anunciaban la llegada de las auroras. Entramos a gritos en la cabaña llamando a los demás, nos vestimos rápidamente y salimos a toda prisa, dejando incluso la comida a medio cocinar, no era importante.
Estaba a punto de comenzar. No sé bien por qué, pero todos lo sabíamos. Corrimos por los alrededores del camping en busca de un lugar oscuro dónde poder contemplar bien el cielo. Resoplando de la carrera, llegamos a un rincón resguardado, y allí estaba. El cielo se convirtió en un escenario, donde decenas de luces serpenteantes bailaban y desfilaban por el cielo, insinuantes. Seduciéndonos con sus contoneos y sus colores cambiantes, atravesando el cielo de aquí hacia allá. Un verdadero milagro de la naturaleza. Me tumbé de espaldas en la nieve, ignorando el frío, y no pude apartar la vista del cielo hasta que las luces desaparecieron tan velozmente como habían llegado.
Dormimos más que satisfechos aquella noche, sintiendo que no podíamos haber pedido más a ese viaje, y que habíamos sido muy afortunados de haber sido testigos de aquella danza solar.
El lunes salió el sol por primera vez en todo el viaje y nos ofreció otra cara de la ciudad, más luminosa y alegre. Después de unas compras por las tiendas de artesanía Sami, fuimos hacia el aeropuerto y emprendimos la larga marcha de vuelta hacia este cálido territorio que es nuestro hogar.
IMPRESIONANTE!!! QUÉ MOMENTO, ANTONIO!
Es uno de mis sueños, tal vez el más anhelado hoy por hoy. Pronto, visualizando, pronto, espero poder cumplirlo. Gracias por acercarme un pasito más 🙂