10/4 Willis

Willis es el nombre del barco que va de Dakar a la Casamance. Además es nuestro objetivo del día. Teníamos los billetes comprados por adelantado para el barco que saldría esa tarde. Para no tener complicaciones pusimos el despertador extraordinariamente pronto. Tan pronto era que el propietario todavía no se había levantado y tuvimos que despertarle, llevándonos un buen susto, puesto que dormía en un cuartito pequeño tumbado en el suelo. Dejamos rápidamente el hotel y subimos al primer taxi que encontramos. Al taxista 500 CFA le pareció un buen precio y nos llevó a la estación a la primera, sin regatear siquiera.

Llegamos a la Gare Routiers, que seguía con el mismo caos con el que la habíamos dejado unos días atrás. Buscamos un rato entre los carteles de los 7-plas hasta encontrar uno que rezaba “Dakar”. Esta vez no volveríamos a cometer el error de montar en un Ndiaga-Ndiaye. Negociamos con el hombre de la libreta. Todavía no he entendido porqué no negocia directamente el conductor del 7-plas. El precio fijo del trayecto para nosotros más los dos bultos (uno grande y otro pequeño) nos salió por 9000 CFAs. Nos pareció bien, con tal de no sufrir como lo hicimos en el viaje de ida.

Cuando el 7-plas estuvo completo, el hombre de la libreta le dio la orden al conductor de que saliera. Nosotros estábamos impacientes, pues no sabíamos cuanto tardaría el trasto este en llegar a Dakar. Desde luego, si hubiéramos tardado tanto en volver como tardamos en ir, no hubiéramos podido llegar a tiempo para coger el barco. Nada más salir de la estación, tras girar una esquina, el conductor paró el coche y se bajó. Se acercó un chico joven, se saludaron, hablaron y se intercambiaron. El chico joven se sentó en el puesto de conducción y salió disparado. Sospechoso. No era un gran comienzo, pero ya estábamos curados de espanto.

Después de circular durante media hora en aquella reliquia de coche, un ruido extraño en la parte izquierda del vehículo hizo parar al conductor. Se bajaron unos cuantos hombres del coche y miraron con preocupación la rueda izquierda trasera. Al cabo de 5 minutos, sacaron un viejo gato del maletero y empezaron a subir el coche. Sólo entonces pensamos que era momento de bajar a ver que sucedía. Vimos que a la rueda sólo le quedaba un tornillo que la uniera al resto del coche y tenía la suficiente holgura como para que a cierta velocidad todo el conjunto bailara y emitiera un ruido preocupante. Miramos el resto de ruedas. La mejor acondicionada tenía tres de los cuatro tornillos y hubiera sido un riesgo quitarle uno para continuar el viaje. El conductor y otro hombre sacaron la rueda por completo, y trataron de enderezar el tornillo que bailaba. Pero se dieron cuenta de que era inútil. Así no podíamos continuar. ¿Y ahora qué? El conductor llamó por teléfono a alguien. No nos podíamos comunicar prácticamente nada con ellos, por lo que decidimos no hacer preguntas y simplemente esperar como el resto. Llamaba y llamaba, pero nadie le respondía. Así media hora más. Cuando finalmente consiguió contactar con su interlocutor, nos miró a todos y dijo algo en Wolof que no entendimos, pero que interpretamos como un “no os preocupéis que vienen a buscarnos”. Calculamos que si alguien salía de la estación de Saint Louis ahora, tardaría media hora más en llegar, así que nos relajamos y disfrutamos del pequeño bosque de baobabs y acacias dónde nos habíamos quedado tirados.

En efecto, al cabo de media hora apareció un 7-plas vacío, en el que en un momento cargamos nuestras mochilas y proseguimos ruta hacía Dakar. La mayor parte del camino la pasamos medio dormidos. Dormirte del todo es casi imposible. Apretujado entre otras dos personas, con hierros oxidados y afilados que se han descolgado de la carrocería, asfixiado de calor o abofeteado por el aire de la ventanilla, dando saltos en cada nuevo bache… dormir se hace realmente complicado y aún así Nuria lo consiguió.

Sin más contratiempos, llegamos a Dakar pasadas las 2 del mediodía. Hambrientos y cansados. En vez de seguir el camino que ya conocíamos para ir hasta la Terminal del ferry, seguimos por otro camino que suponíamos que iba paralelo y nos perdimos. Nos encontrábamos en mitad de un grandísimo mercado callejero. El más famoso de la ciudad. Estábamos abrumados, desorientados y cansados. Aunque la gente en este mercado no te agobia tanto como en los países del Magreb, especialmente en Egipto, llevar a la espalda la mochila por calles estrechas y abarrotadas, resulta verdaderamente estresante.

Teníamos que romper radicalmente con aquello, así que en cuanto vimos un restaurante un poco interesante, nos lanzamos dentro. Resultó ser una hamburguesería dónde servían unos bocadillos riquísimos. Los devoramos, sentados frente a un gran escaparate dónde de vez en cuando algún vendedor ambulante se paraba y nos mostraba la mercancía que llevaba. El restaurante parecía el típico bar americano de los años 60 que aparecen en películas como “Grease”. Amplio y limpio, un rasgo típico de la mayoría de locales en Senegal, aunque se pueda pensar lo contrario. Lo que más nos llamó la atención es que el restaurante estaba regentado por un hombre mayor, de unos 50 años, de raza blanca, sentado frente a la caja registradora, cuyo único trabajo era cobrar a los clientes. Los trabajadores eran todos de raza negra. Luego nos dimos cuenta de que en Dakar (no en el resto del país), los propietarios de los negocios eran blancos, nacidos en Francia, que en algún momento dado vinieron a Senegal y abrieron negocios, los cuales fueron creciendo hasta convertirse en lo que son ahora. Tampoco deben de estar forrados estos empresarios, ya que en total la comida nos costó 2900 CFAs.

Volvimos a salir a las calles atestadas de gente. Entre toda esa gente nos llamaron la atención los estudiantes mendigando. Son unos chicos que van vestidos con un traje tradicional muy llamativo y que llevan una hucha que al agitarla produce un estruendoso ruido metálico. Piden dinero por orden de su profesor de enseñanzas religiosas para cumplir con uno de los preceptos del Corán. Son bastante pesados, aunque inofensivos. Lo mejor para quitártelos de encima es decir que ya le has dado una moneda a su compañero.

Anduvimos perdidos por las calles de Dakar un buen rato, hasta que llegamos a una plaza muy grande que intuimos que podía ser la plaza de la Independencia. Preguntamos a un policía y nos confirmó que habíamos acabado en la plaza principal de la ciudad. Nos habíamos desviado bastante de nuestro camino, pero habíamos comprobado que Dakar no es muy grande. Seguimos las indicaciones del policía y bajamos por una calle que iba directamente al puerto, pasando por delante del ayuntamiento. Justo antes de llegar al ayuntamiento, hay un centro comercial (el más grande que hemos visto en todo Senegal), en el que compramos algo de comida y agua para el viaje (2800 CFA). El puerto está a 5 minutos de allí.

(continua)

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