15/4 Día loco
Nos despertamos bastante pronto. Habíamos pasado una muy buena noche a pesar de la araña. A Nuria le gustaban mucho las sábanas de la cama en la que habíamos dormido y empezamos a especular con la posibilidad de comprarlas. Eran unas sábanas con muchísimos colores, pintadas con una técnica de Batik o similar y de bastante buena calidad. En las tiendas de souvenirs puedes encontrar camisetas, pantalones o incluso toallas pintadas con esta técnica, pero es extraño encontrar un juego de cama así. Además la tela no era la típica tela fina que suelen poner en las camisetas, sino que era tela de calidad. Decidimos que las queríamos si nos las dejaba a un buen precio.
Después de desayunar en la habitación y recoger todos nuestros trastos, salimos y buscamos a la dueña del local. Le pagamos los 5000 CFA de la habitación y le preguntamos que por cuanto nos dejaba las sábanas. Su primera reacción fue de sorpresa. Se ofreció a vendernos un juego nuevo o a lavarnos ese en el que habíamos dormido la noche anterior. Rechazamos todas sus ofertas, nosotros queríamos ese y queríamos llevárnoslo ya (no sabíamos todavía si nos quedaríamos en Kafountine esa noche). Al final, tras una breve negociación nos quedamos el juego de sábanas por 12000 CFA, aunque sabíamos que podríamos haberlo sacado algo más barato.
Todavía no habíamos decidido que hacer. Habíamos quedado con Ibrahim (el hombre de la bicicleta) para ver su casa, pero todavía faltaba un rato. Nuestra primera idea antes de llegar a Kafountine era quedarnos en el campamento “A la nature”, junto a la playa, pero por distintas circunstancias acabamos dónde estábamos. Decidimos ir andando y cargados con las mochilas al campamento, aunque la única referencia que teníamos era una señal con una flecha dónde se indicaba el camino a seguir. Empezamos a andar por mitad del bosque. El camino de arena se hacía pesadísimo y las mochilas empezaban a agobiarnos. Además la temperatura iba subiendo y eso no ayudaba nada a nuestro confort. No pudimos llegar al campamento “A la nature”, pero sí que encontramos otro en la playa en el que entramos a preguntar. No recuerdo el precio, sólo recuerdo que los precios eran bastante más caros de lo que habíamos imaginado y que cuando la francesa que regentaba el hotel nos enseñó las habitaciones con un baño sin agua corriente los dos decidimos que no nos quedaríamos allí. Por cierto, que la francesa al conocer que no nos quedaríamos debido a la falta de agua corriente nos dijo algo así como “no se que queréis, esto es África”, a lo que sin cortarme un pelo respondí “pues con los precios que tiene no se nota”.
Ya era tarde, teníamos que volver hacía el punto dónde habíamos quedado con Ibrahim. Nos dimos prisa aunque ya sabíamos que no nos daría tiempo. Pero entonces ocurrió lo inesperado: en aquél pueblo laberíntico dónde es realmente complicado encontrar cualquier cosa, encontramos sin haberla visto antes, la casa de Ibrahim. Casualmente él y sus dos hijos estaban trabajando en el jardín y en cuanto nos vio vino corriendo a saludarnos y a enseñarnos la casa. La casa era realmente modesta, pero tenía un terreno bastante grande, tanto que estaba construyendo en un lateral otra casa para su hijo mayor. Básicamente la casa era como las típicas construcciones que se encuentran en los montes en España: una base de cemento en el suelo, 4 paredes con algún tabique interior para separar un par de habitaciones y un tejado de chapa. Alrededor había un bonito jardín, con plantas trepadoras que subían por las paredes hasta el tejado. El baño estaba fuera, a 10 metros de la casa y consistía en un agujero en el suelo protegido de las miradas por una cortina.
Decidimos quedarnos, ya que no creíamos que fuéramos a tener una oportunidad como aquella en el resto del viaje para dormir en una auténtica casa rural africana. Dejamos las cosas en la habitación y cerramos con la única llave que tenía Ibrahim de esa puerta.
Queríamos ir a la playa y hacer un poco de turistas. Preguntamos cómo ir y en vez de darnos una indicación, Ibrahim mandó a uno de sus hijos a que nos acompañara y que se esperara con nosotros para acompañarnos de regreso. El problema era que el chico no hablaba nada de inglés y francés lo justito y junto con nuestro dominio de los idiomas de Senegal… pues que no nos entendíamos nada. Ibrahim, su padre, hablaba bien inglés ya que él era conductor de un camión y con cierta frecuencia realizaba viajes a Guinea-Bissau, por lo que había aprendido un poco de inglés para comunicarse en los pasos fronterizos. Sin embargo sus hijos, dudo mucho que estuvieran escolarizados, quizá se tenían que ocupar de llevar el hogar ya que no tenían madre (no lo preguntamos, pero suponemos que debió morir de alguna enfermedad).
Cuando nos cansamos de la playa (que fue pronto, la verdad), regresamos a casa a cambiarnos para ir a comer al pueblo. Esta vez nos aventuramos a ir solos y tuvimos la suerte de encontrar la carretera dónde se encuentran la mayoría de restaurantes y locales de la zona. No sabría explicar muy bien la razón, pero comer en Kafountine nos pareció complicado. Después de deambular por todo el pueblo acabamos entrando en una pequeña casita dónde en la pared encalada alguien hace mucho tiempo escribió la palabra “restaurante” en grandes letras negras. El lugar era oscuro y sucio, pero tenía pinta de barato, más auténtico imposible. Unas cuantas sillas alrededor de una única mesa rectangular con un mantel de plástico andrajoso. En el local sólo había un cliente, un hombre de raza blanca, con rasgos de haber llevado una vida bastante dura, media melena, agachado sobre un plato sorbiendo frenéticamente cucharadas de sopa. Nos sentamos al fondo del local y se acercó el camarero sonriente. La barrera del idioma volvió a resultar problemática para poder elegir. Terminamos pidiendo lo fácil: brochetas de pollo y patatas fritas para los dos, una barbaridad de comida que sólo nos costó 4000 CFA, pero para la que tuvimos que esperar una eternidad a que nos la sirvieran ya que justo coincidió con la hora del rezo y el camarero/cocinero se tuvo que ausentar. Por lo menos nos dio tiempo a ir a comprar un par de coca-colas al “mini-marché” (2×600 = 1200 CFA).
Mientras esperábamos, hablando entre nosotros en Catalán nos sorprendió que alguien contestara en nuestro mismo idioma. El hombre que comía en nuestra misma mesa, era de Barcelona y estaba viviendo en Ziguinchor más de 3 años.
(continua)