Tiempo de viajes
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La autenticidad en los viajes
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La búsqueda de la autenticidad en los viajes, ¡ah! ese Santo Grial que el errante moderno persigue con una devoción casi religiosa. En estos tiempos, tan contaminados por la banalidad del turismo de masas, donde el selfie junto a la Torre Eiffel ha devenido el único testimonio válido de un supuesto descubrimiento personal, hablar de autenticidad parece, en el mejor de los casos, un acto de nostalgia ingenua y, en el peor, una comedia absurda.

La autenticidad, esa palabra tan prostituida y vilipendiada, parece susurrarnos desde los rincones más remotos del globo, prometiendo una experiencia pura, inmaculada, virginal, como si el viajero pudiera acceder a una versión no adulterada de una cultura o de un paisaje. Pero, ¿acaso ha existido alguna vez tal pureza? ¿No es, por su misma naturaleza, el acto de viajar, una forma de intervención, de contaminación? Desde el momento en que ponemos nuestros pies en una tierra extranjera, no somos espectadores pasivos; somos parte del escenario, deformándolo inevitablemente con nuestra mirada, nuestras expectativas y, sobre todo, nuestra necesidad de autenticar lo vivido a través de una narrativa preestablecida.

Y así, caemos en la trampa: la búsqueda desesperada de lo «auténtico» es, en sí misma, una creación artificial. Queremos encontrarnos con lo genuino, lo no tocado, lo primigenio, pero, ¿quién define qué es genuino? Acaso no ha sido siempre el poder hegemónico, desde los tiempos coloniales hasta el marketing turístico moderno, quien dicta qué es exótico, qué es puro. Y el viajero, pobre de él, baila al compás de esas melodías prefabricadas, creyendo que, al aventurarse por callejones no turísticos o degustar el plato que «solo comen los locales», está accediendo a una verdad oculta.

¡Qué fantasía! La autenticidad se escabulle como arena entre los dedos. Y no porque no exista, sino porque, como todo concepto elevado, depende de quien la defina. El lugareño, acostumbrado a su cotidianidad, podría reírse del entusiasmo con el que el viajero saborea un bocado que para él no es más que una comida corriente. La supuesta verdad del lugar no tiene el lustre romántico que el viajero, con su corazón henchido de expectativa, le otorga. Y es que la autenticidad, en su forma más cruda, es mundana, no tiene el dramatismo que se espera de ella.

Tal vez, entonces, la verdadera autenticidad en los viajes no radica en lo que encontramos allá fuera, sino en lo que el viaje suscita dentro de nosotros. Es el reflejo de nuestra propia vulnerabilidad frente al otro, ese momento en que nos despojamos de la arrogancia de creer que podemos encapsular la esencia de un lugar, una cultura, una persona. Solo cuando aceptamos la inevitable mediación de nuestras percepciones, podemos empezar a aproximarnos a algo que, si bien no será puro, será al menos honesto. Una autenticidad que no reside en la cosa misma, sino en la experiencia subjetiva del viajero que, finalmente, aprende a abrazar su propia insignificancia frente a la inmensidad del mundo.

Ah, pero incluso en eso, tal vez peque de excesiva idealización.10:23

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Tema principal: Truth and Beauty por audiotechnica (ccmixter)
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